4.7.13

ANOCHE.

Anoche, mientras leía, parada junto a la ventana, unos pasos quebraron el silencio. Supe que eran tuyos porque, como todo lo que hacés, tienen una particularidad, y al saberlo, levanté la vista; te busqué, fantaseé, no te vi, pero sabía que estabas ahí. Los pasos cesaron. Volví al libro. Volví al libro, pero no a la lectura; tanteé las letras como si de un código se tratara, actué, esperándote. Y sin dejar de mirar aquellos signos impresos en papel, pensé en lo que pasaría cuando, por fin, entraras por la puerta. Pensé. Pensé y deseé, y por un momento cerré los ojos sin poder evitar morder mis labios ante la idea de tenerte tan cerca y tan adentro mío. Suspiré, o tal vez gemí. Entonces volví a sentir aquellos pasos, y volví a mi rol, a aparentar distraída, distante, ajena a todo aquello que tanto me excitaba.

De repente, la puerta se abrió, y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Sabía que estabas ahí, que dibujabas mis curvas con tu mirada, que te gustaba, que te encantaba aquel conjunto de encaje negro que llevaba, que te inspiró mi roja melena despeinada... sabía que estabas ahí, mirándome, pude sentirlo, mientras me moría de ganas de girarme, pero no lo haría, aun no.

Te fuiste acercando, lentamente, intentando no hacer demasiado ruido, más allá de que ambos sabíamos que yo no leía, que esperaba que me distrajeras. Pude sentir cómo tus manos rozaban mi piel, e iban bajando por mi espalda hasta encontrar lugar en mi cintura. Me abrazaste de una manera indescifrable, entre dulce y provocadora, y con un gesto suave me colocaste un mechón detrás de la oreja. Ahí estaba yo, entre tus brazos, tan nerviosa, tan exaltada, tan tuya...! Tu respiración en mi cuello me hizo suspirar, entonces pasó lo inesperado. Hablaste. Sólo pronunciaste mi nombre, e hiciste que se me erizara la piel.

No pude más. Me giré. Y el libro cayó al suelo violentamente, encontré algo mucho mejor a lo que aferrarme. Te miré, deseosa, incrédula, de una manera inexplicable, y tu mirada, desafiante, me hizo estremecer, desnudándome. E invadida por el calor de aquella guerra de miradas tan apasionante, te llevé a la cama, pues ahora ya no era la lectora distraída sino la femme fatale, a quien tenías delante. Te empujé, furiosa, agitada, poniéndome justo encima tuyo, dejándote indefenso. Quise dejar de comerte con los ojos y saborear tu piel, para que sintieras el calor que me inundaba sobre vos; para quemarte con mis besos e incendiar tus rincones más susceptibles.

Tu camiseta desapareció en un ataque de pasión, y mi lengua se encontró con la tuya en un ósculo arrebatador, arrancándome el aliento. Sin dejar de mirarte, sin dejar de devorarte, te rozaba, acariciaba, despeinaba y mordía... odiando a tus pantalones por no dejarme sentirte más cerca, deseando romperlos o quemarlos con nuestra pasión. Quise guiar tus manos a través de mis curvas, sin muchos detalles, para que luego te perdieras en ellas. Y mientras me tocabas, como sólo vos sabes, en el sitio exacto, en el momento idóneo, tan bien... tan jodidamente bien... yo, hipnotizada por tu perfume, mordí tu cuello violentamente, excitada por el tacto y el sabor de tu piel.

Fue entonces cuando tu mirada, penetrante, terminó por encenderme y humedecerme al mismo tiempo, haciéndome desear que te fundieras en mí. Así, dejé de arañar tu espalda y la presión se convirtió en caricia dulce, descendiente, dibujada por mí en tu cuello, tu pecho, tu abdomen... y tus pantalones, tan odiados, cayeron al suelo, junto a tu ropa interior. Quise que metieras tus dedos en mi boca para sentir el placer de la presión y la invasión; para que fantasearas con lo que sentirías minutos después, con mi lengua jugando debajo de tu ombligo, invitándote a dejarme la boca llena de agujetas, que ya nada importaba más que hacerte estremecer.


...Sí, anoche ardiste conmigo,
lástima que no estuvieses acá para sentirlo.